Y resulta que un día, te mirás al espejo y te das cuenta del tiempo que pasó. A tu alrededor abundan las amigas casadas (feliz o infelizmente, juzgás) y claro, también los pañales, recetas de papillas y mamaderas de las que ya han tenido niños.
Y ves los treinta y algo aparecer como una mancha de aceite en el carilina, ese que sacás de la cartera para secarte la lágrima que asoma, amenazando con correr el rimel …
Es que muchas dicen que a los treinta aparece un agudo ¿séptimo sentido femenino? que nos empuja a detectar las primeras canas, las cuasi invisibles arrugas (que por más “cuasi” que sean, allí están, desperezándose y dispuestas a acompañarnos de por vida, si no hacemos algo “a tiempo”) y los rollitos que se anuncian, entre los pliegues que se empiezan a marcar cada vez que “osamos” ponernos una remera ajustada,(la misma que a los veintitantos nos quedaba genial… )
Y yo me pregunto (y les pregunto…) ¿Será realmente así?... ¿Será que el cambio catastrófico que se manifiesta a través de lo enumerado anteriormente (y otras cositas que seguramente habrá faltado mencionar) se descuelga del almanaque el día fatídico en que cumplimos tres décadas de vida? Me animo a pensar que no…

Sí creo que la cultura postmoderna, esa misma que nos indicó qué ropa o qué calzado usar, qué color de cabello llevar y cuánto pesar para la altura que natura nos había dado, nos vuelve más autocríticos que nunca. Me rectifico: nos regala una lupa que, inescrupulosamente, amplifica y achica sucesivamente nuestras percepciones, distorsionando la imagen de nosotros mismos y la del mundo. De pronto “todas mis amigas son felices” y “yo no…yo estoy mal… ¿Qué va a ser de mi?”…
No se puede pretender detener el tiempo, y el reloj evolutivo marcha hacia delante inexorablemente.
Así, las quejas por la soledad que comienza a experimentarse como “insoportable” (esa misma que ayer nos parecía fantástica, porque iba de la mano de lo que llamábamos “libertad”), se hacen repetitivas… y el espejo implacable en sus críticas nos juzga y nos condena por las decisiones anteriormente tomadas…

No. Basta. Es sano decir “stop”. Mirar hacia atrás es bueno, siempre que implique integrar el pasado a mi presente…pero no hacer del ayer un monumento, o peor aún, un camposanto donde enterrar todo lo positivo que “hubo en mi”…y que (creo) ya no está.
Así como el adolescente que fuimos, tuvo que duelar su rectilíneo cuerpo infantil, perdido ya entre las curvas que asomaban, habrá que duelar lo que fuimos y no, lo que logramos y no, y recién ahí empezar a mirar hacia delante.
No podemos buscar lo que queremos, si antes no sabemos quienes somos.
Y no podemos saber quiénes somos, si no nos aceptamos íntegramente, como una mezcla de colores, como un abanico de claros y oscuros…

Sólo quien se conoce, puede aceptarse. Y sólo quién se acepta puede conocerse. Son actitudes que van unidas, como dos caras de una misma moneda…
Entonces, desde aceptarnos a nosotros mismos, podemos generar un encuentro profundo con otro que también se acepte y nos acepte, imperfectos y humanos. Sólo ahí, sólo entonces, puede tener lugar el amor maduro.
No el de las revistas o la película del cine. No el de “Blancanieves y el príncipe que vivieron para siempre felices y comieron perdices”.
El amor maduro, (que es el amor verdaderamente posible), es aquel que acepta la incompletud de cada uno de los miembros de la pareja y la capacidad del compañero/a de generarnos satisfacciones y frustraciones.
Pero para llegar a él, hay que dar el primer paso. Sacarnos las lupas y mirarnos al espejo tal como somos, desnudos, imperfectos y maravillosos.

En la autoaceptación está la primer respuesta…a partir de allí los nuevos interrogantes y el largo camino a recorrer…generando que se den las condiciones, para realizar lo que deseamos para nosotros mismos...

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