La frase que elegí para titular esta nota es simple, pero encierra una riqueza infinita: No vivimos sólo de lo material.
Si bien los objetos que nos rodean adquieren su importancia en cuanto a la utilidad que nos prestan en diferentes sentidos, al momento de mirarnos como personas, como seres humanos, se presenta ese misterio maravilloso que es la esencia personal. Y en esa instancia nos conectamos con nuestras necesidades más profundas, que simplemente no son “comprables” con dinero: el amor, la sensación de bienestar, el buen humor, la autoestima, la confianza, la seguridad en nosotros mismos, entre otras cosas…
Siguiendo con este buceo existencial, podemos afirmar que a veces erramos al buscar la saciedad de estas necesidades en las cosas. Porque las cosas son eso: cosas, que no nos brindarán el amor que no tenemos, o el bienestar que no nos autogeneramos. Esto no les resta importancia, claro, pero tampoco nos induce a sobreestimarlas.
Nadie da lo que no tiene. Tampoco “nada” puede dar más de lo que su esencia misma contiene.

Focalizándonos ahora en la comida, como objeto de consumo, podemos hacernos sencillas preguntas que nos llevarán a conectar lo antes dicho con el tema en cuestión que tratamos hoy: -¿Cuándo comemos?, -¿Qué elegimos para comer?, -¿Cuánto comemos?, -¿Cómo comemos? (refiriéndome a los modos: ¿sentado, o de pie?, ¿urgido de “terminar el plato” o tranquilo?).
Son preguntas básicas, que si nos las planteamos podrán brindarnos un esbozo de “mapa” de nuestra relación con la comida.
Repasemos por ejemplo la primera pregunta: ¿Cuándo comemos? Podemos comer cuando sentimos hambre o por “apetito”, que no es lo mismo. Hambre refiere a una necesidad vital, es visceral, es un llamado del cuerpo. Apetito implica capacidad de elegir, deseo, selectividad u orientación en algún sentido (por ejemplo: elijo comer unas frutillas con crema o un yogurt con frutas). Por otro lado, podemos comer cuando estamos aburridos (y la comida se vuelve aquello que “mata el tiempo”), podemos comer cuando sentimos rabia (y no discriminar si era queso o pizza lo que ingerimos. La cuestión, como dicen algunos pacientes, es “calmarse”), podemos comer cuando nos sentimos tristes, y en muchas otras circunstancias más.
Sólo esta pregunta abre un abanico de respuestas que reflejan distintos estados emocionales, distintas actitudes mentales y corporales.
No es lo mismo que María llegue enojada a su casa, luego de una discusión con su novio, y coma lo primero que encuentre en la heladera “para calmarse”, que lo haga un domingo relajada, disfrutando el encuentro familiar de la semana.
Sin dudas en el primer caso, no se discrimina. No se selecciona concientemente, no hay un “comer con los ojos abiertos”. María estará intentando “calmarse” justamente usando, sin saber o sin tenerlo claramente presente en ese momento al menos, el poder “opiáceo” que tiene la comida (y especialmente los hidratos de carbono,  nivel de química cerebral).
Siguiendo con esta pequeña escena, podemos pensar ¿Qué le está pidiendo María a la comida?...las respuestas pueden variar: calma, tranquilidad, sosiego para su enojo, distracción de su rabia.
Pero la comida no resolverá el problema o los problemas de María consigo misma, con su pareja o con su familia. Las situaciones que hoy generaron tensión volverán a presentarse, una y otra vez, porque la vida simplemente nos expone a ello. Entonces, podemos plantearnos que si no adquirimos recursos para afrontarlo, recursos que resulten más flexibles y saludables, ¿Cuánto estaremos dispuestos a engordar?
¿Con qué moneda estamos pagando la ansiada calma, la paz del momento, la tranquilidad buscada o simplemente, el medio para disminuir la tensión e interrumpir la escalada de enojo suscitado?...
Por ello, cuando se quiere bajar de peso, la mayor parte de las veces no alcanza sólo con tener un plan alimentario en las manos. Es básico, sí, una guía nutricional, un plan de alimentación balanceado que nos brinde un profesional en el tema. Es fundamental, repito, pero NO suficiente.

Porque no sólo se trata de saber qué comer, sino también, de qué hacer con el manojo de emociones que gatillan nuestras conductas ante la comida. Porque podemos tener el mejor de los planes, llevar el mejor de los conteos de calorías, que quizá si vivimos una ruptura de una relación, caigamos en lo dicho: “comer para calmarnos”…y entonces llevarnos comida a la cama, elegir importantes cantidades de hidratos de carbono simples y refinados (que son los que disparan la glucosa en la sangre, perjudicando severamente las arterias y llevando a la fijación de tejido adiposo en el cuerpo), comer sin pensar o pensar sólo en comer (evitando quizá de este modo, contactarnos con el dolor que el acontecimiento vivido nos generó).

El apoyo psicológico, y puntualmente el que brindan las terapias cognitivas, es de suma importancia en estos casos, tanto para prevenir conductas, como para aprender nuevos modos de relación con la comida, con el peso, con el cuerpo, con nuestra imagen y claro: con nosotros mismos.
De lo contrario, quedaremos atrapados en un pedido de respuestas equivocado, pagando con nuestra salud y nuestra autoestima, por no saber cómo enfrentar las situaciones ansiógenas,  dolorosas o los simples conflictos de la vida.
Podemos ir más allá: con nuestras conductas estamos transmitiendo un “saber vivencial” a nuestros hijos, acerca de qué hacer cuando se está triste, enojado o incluso alegre (el famoso “¡vamos a festejar comiéndonos un helado!”), usando la comida como castigo, autocastigo o premio, y otorgándole de este modo una función multivalente según las distintas circunstancias.
Por ello es que vale la pena pensar en un cambio, dejar de repetir el que “esta vez sí, el lunes empiezo la dieta que salió en la revista”, apostando a la ilusión de creer que las cosas se acomodan de un día para el otro, por arte de magia.
Abordar seriamente el problema, es hacernos cargo de nuestras necesidades más profundas, reconociéndolas y buscando ayuda para aprender a resolverlas o convivir con ellas de la forma más saludablemente posible. El desafío está planteado, sólo hay que tomar las riendas del asunto y disponerse a trabajar. El fin lo vale: es nuestra calidad de vida y la de nuestros hijos, nada menos, lo que está en juego.


Daniela Torres Ortiz
Licenciada en Psicología


“Porque nos peleamos mucho, ya no tenemos momentos en paz”... “porque deje de cuidarme, engordé... y siento que eso, indirectamente afectó nuestra vida sexual”… “porque nos amamos, en todo nos llevamos bien, menos en el tema de nuestras familias, odio los domingos cuando hay que decidir a la casa de qué madre iremos a comer”... “porque no lo queremos…pero ya hemos pensado en separarnos, la convivencia va de mal en peor...”
Las parejas están llegando heridas al consultorio. Motivos de consulta como éstos se multiplican y cambian de matices y colores, según la voz del hablante. Y quien habla es el síntoma, arrojando mensajes -a veces más crípticos, a veces más claros- debajo de la piel de los problemas cotidianos. Lo que sucede es que, como bien dice el refrán “no hay peor ciego que el que no quiere ver” y no hay peor enemigo de un conflicto, que la omnipotencia de quien cree SIEMPRE puede resolverlo SOLO.
Están los que buscan ayuda cuando se cansaron de pensar en los porqués dando vueltas en la cama, cuando se hartaron de escuchar soluciones simplistas del amigo que, con la mejor de las intenciones, los quiso aconsejar. Están los que han probado con “tener un hijo” (cuando quizá no coincidía el deseo de tener ese hijo con el de QUERER SER PADRES), como los que han probado con el escaparse cotidiano: ese escape extraño -cuando no adictivo- del trabajo full time de doce, catorce o veinte horas diarias.

Es decir, que siempre existirán los que consulten cuando todo el resto de las opciones a las que prefirieron dar curso antes, no han dado resultado y cuando ya tienen un pie en el abogado y una mano preparando la valija.

Por eso, así como varían los problemas o las crisis que cada pareja atraviesa, así también varían los pronósticos: porque cada pareja intentó e intenta sanarse a su manera, usando sus recursos, los cuales son distintos en calidad y cantidad.
No es lo mismo llegar con el hilo de aliento que tiene quien da el manotazo de ahogado, la brazada final, que con la energía que tiene aquel que apuesta desde el primer momento al trabajo duro, pero no por eso menos satisfactorio, de una buena terapia de pareja.
Y hablo de “trabajo duro” porque realmente lo es: se plantea el desafío de contar a otro sobre esos “trapos sucios” que siempre se creyó que “sólo se lavaban en casa”. Este contar, sin embargo, es un contar diferente, muy alejado del “contarle al confidente de turno”. Es un abrirse a otro con un sentido, con un propósito: el de encontrar el mejor de los caminos para atravesar y resolver las situaciones conflictivas que siento que embotan, confunden o paralizan en un momento dado.

Porque como dice el refrán: “de terapia se saca tanto como se pone”, y quien elige la consulta psicológica ya tiene un grado de salud mental suficiente que le permite decir hasta acá hicimos solos… si no llegamos a buen puerto, busquemos por otro lado.
Porque no hay soluciones mágicas, sino respuestas a encontrar dentro de uno, que a veces requieren de un tercero ajeno al entorno nuestro, que pueda preguntar lo que es preciso, en el momento oportuno…que es justo el momento en que se siente, que aún hay  un vínculo de amor que vale la pena rescatar.

Daniela M. Torres Ortiz
Licenciada en Psicología


“No me di cuenta…él antes no eran tan así, algo cambió”…“comenzó a ponerse más violento desde que me embaracé. Pensé que iba a estar feliz de verme la panza creciendo, pero fue al revés, empezó a golpearme más seguido”…“No lo dije antes porque no sabía dónde ir, qué hacer…tenía miedo que su familia no me lo perdonara y me sacara los chicos”…“es que él es el único que trae algo de plata a la casa…yo nunca trabajé, no sé, no me animo tampoco a dejar solos a los chicos, que son tan chiquitos, además siento que sola no puedo hacer nada”…“tengo miedo, de que salga y entre en la casa una noche, me mate a mí, a mis hermanos…a veces fantaseo que llega un vecino, toca la puerta de casa y encuentra un charco de sangre en el piso, porque nos mató a todos”…

Relatos como estos abundan en el camino de mi práctica profesional como psicóloga. He podido conocer, a través de historias como éstas, la fuerza de muchas personas, mujeres principalmente, que pudieron sobreponerse al infierno que las quemaba dentro de su propio hogar.
Y es que los datos que arroja la realidad no es menos impactante que estos fragmentos que evoco en mi memoria: violencia tiene muchos escenarios, pero el principal es la propia casa.
Es así como día a día, María tolera que Juan llegue cansado de trabajar, compre cerveza y tome hasta que llega con suerte a dormirse, cuando no, antes “armó algún lío” que terminó con algunos moretones en sus piernas o su cara, o con las marcas del cinto en la espalda de alguno de sus chiquitos.
Es así como Juana se enoja cuando desde algún departamento municipal o provincial se la llama para preguntarle, luego que desde el colegio denunciaran que su hija “llegó golpeada al extremo a clases, vomitó y lloró todo el día”, qué está ocurriendo en su casa. La mujer, con su brazo enyesado desde la mano hasta el hombro, replica “pero ningún psicólogo va a lograr separarme de mi marido, es mi marido y punto. El problema es que la nena no le hace caso y él se enoja con ella y por culpa de ella pagamos todos”…
Parece ser un espiral sin fin, donde agresividad y violencia van de la mano.
Y es que quizá todos podemos ser agresivos en cualquier momento, de hecho hay cierto nivel de agresividad que resulta operativo para establecer límites frente a otro, por ejemplo la llamada “asertividad” (que tiene que ver con el poder decir “sí” o “no” sin tensionarse). Pero la violencia va  un paso más allá…
Tiene más relación con una modalidad cultural, una forma de comunicación, una manera de ejercer dominio y/o control sobre otro, y en este sentido puede verse que al hablar de violencia, hablamos de ejercer poder desde cierto lugar de superioridad (sea por el género, por la condición económica, por edad, etc).
Dice una canción popular “ningún niño nace malo”…y esto es totalmente cierto. 
El niño -futuro hombre- se alimenta de esa violencia que abunda en su mesa, para el desayuno o para la cena, y que suele coronar navidades y cumpleaños.
El niño/niña aprende de cada golpe, de cada herida, acerca de su inermidad, acerca de su carencia de palabras para nombrar su terror y su miedo. Y ese terror sin nombre acaba por re - generarse, en una suerte de maldita repetición, que toma el cuerpo de otro, en algún momento de la vida.

Otro dato a tener en cuenta, es que nadie “se convierte de príncipe a sapo”, o de “buen compañero a enemigo” de una sola vez.
Hay estudios que avalan la casuística de los consultorios: en el noviazgo ya aparecen los primeros indicadores de violencia en la relación.
Y quizá el foco deba ponerse allí, como un semáforo amarillo o rojo, que indique una pausa y permita tomar ante tanto horror, una actitud preventiva: el vínculo prenupcial, que suele oficiar de puente entre la violencia en las familias de origen y la violencia doméstica.
Dentro de los indicadores que sería importante considerar como datos de relevancia, a la hora de pensar el vínculo que establece la persona violenta se encuentran por ejemplo, los actos denigratorios (sea simplemente gritar, “paralizando” a quien escucha…o insultar, menospreciar, o exigir que se lleve a cabo una acción que a la otra persona le resulte ofensivo, por citar algo), los celos excesivos, el control (que revise el celular, llamadas, mensajes de texto o las cuentas de correo electrónico), la invasión a la privacidad que de hecho está vinculado con lo anterior y tiene también que ver con el  ir eliminando las relaciones afectivas del partenaire. Esto es un punto crucial, dado que la víctima va siendo “cercada”, aislada emocionalmente, separada de aquellas personas que antes constituían su “red de contención primaria”. Entonces, cuando la se quiere pedir ayuda, no sabe a dónde ir, con quién contar, muchas veces sintiendo vergüenza por la situación que atraviesa, a lo cual se le agrega el miedo que la situación le provoca.
Si bien lo citado tiene que ver con la violencia psicológica, muchas veces también  puede conducir al golpe.
Llegado este punto, vale la pena mencionar que hay diferentes tipos de violencia (si bien la que más comúnmente llega a los juzgados es la física). La ley 26485 reconoce en su artículo 5º los siguientes tipos: violencia física, psicológica, sexual, económica y patrimonial, simbólica.

Es importante que quien padece situaciones de violencia intrafamiliar, pueda dar el primer paso, que es reconocerlo.
Esto implicará dejar de esperar que “por arte de magia se cure”, como si fuera una simple enfermedad. Como se ha dicho, es más bien una cuestión cultural, un modo de vinculación donde hay diversos factores psicológicos y socioculturales que intervienen complejizando aún más el abordaje.
La única manera de comenzar a salir, es abandonar la actitud negadora y animarse a pedir ayuda. Muchas veces se comete el error de impulsar a la víctima a denunciar, cuando la misma no está preparada emocionalmente para sostener esto, generándose que al tiempo se produzca un arrepentimiento (motivado por la culpa, el miedo, o inclusive la sensación de abandono, aunque parezca extraño) y se intente levantar los cargos, con el consiguiente retorno del agresor al hogar y lo que esto implica en breve o en largo tiempo.
Quien no acepta que tiene un problema, no puede resolverlo. Esto es así en cualquier situación de la vida, y más aún en situaciones como éstas.
Buscar ayuda en familiares, llamar a las líneas habilitadas para asesorar en estos temas, acudir a tribunales y solicitar colaboración de trabajadores sociales como psicólogos, son recursos que deben tomarse seriamente en cuenta para comenzar a pensar que al final del túnel, hay una luz…para empezar a pensar que el infierno que arde detrás de las paredes de la casa, es posible de transformar y con ello, construir un mejor presente y futuro para nosotros y nuestros hijos.

Daniela Torres Ortiz
Licenciada en Psicología


Es común oír en el consultorio quejas sobre “cómo me trata el otro”. Este otro, que puede ser la pareja, los padres, un hermano, un amigo o un grupo cualquiera (en la escuela, en la facu o el trabajo) nos brinda muchas veces cierta respuesta, que puede llevarnos de la indignación a la tristeza en un solo paso.
Si nos permitimos bucear en esa instancia, podemos encontrar varios actores. Por un lado yo, con mi sensación a cuestas, que condicionará obviamente cierta respuesta (no es lo mismo sentirse “injuriado”, que sentirse “herido” o “dañado”. Cada sensación irá de la mano de cierto pensamiento, cierta postura corporal, cierta manifestación verbal o paraverbal, en consonancia con lo que interpretamos respecto a aquello que escuchamos). Del otro lado está “el Otro”, a quien intentaremos -con suerte- comprender para poder contextualizar su mensaje emitido.
Y es que la comunicación con el otro es vehículo esencial no sólo para generar y sostener la relación, sino también para ir construyéndonos nuestra propia imagen.
Pensemos en un niño al cual la madre, cuando se enoja, le dice “¡¡Sos malo!!”. Probablemente, en su autoimagen, aquellas escenas, con sus frases, aromas, colores, interpretación y sentido, quedarán cristalizadas e integradas. No digo que necesariamente pensará de sí que “es malo”, pero sí que habrá una huella vinculada al concepto de “maldad” y las connotaciones que esto implica, en la imagen que tiene de él mismo.
Esa autoimagen, que vamos “fabricando” día a día (y en este sentido es importante remarcar el criterio de “actualidad” y “actualización” que posee el auto concepto), desde nuestro nacimiento, se vincula en forma directa a la imagen que generamos en los otros. Por ello, alguien que realmente no se cree merecedor de afecto, sin dudas tenderá a crear vínculos con personas que confirmen su hipótesis (muchas veces, incluso pudiendo descartar relaciones que desmientan su creencia, tan arraigada puede estar la misma y tan fundante puede ser su papel en esa historia).

Hay una frase hermosa, que he leído por allí, que reza “Cada uno vive en el mundo que es capaz de imaginar”, lo cual se agregaría a lo antes dicho: Si creo que no merezco afecto, viviré en un mundo donde “nadie es capaz de brindármelo”, y generaré historias que acaben siempre igual, dejándome triste, sólo o decepcionado.
Volviendo a nuestra pregunta inicial “Como nos vemos… ¿nos tratan?”…yo considero que la mayoría de las veces después de un exhaustivo análisis de la situación, la respuesta se termina convirtiendo en un profundo ¡SI!
Claro que no podemos determinar cómo nos tratarán en un Banco, en un local comercial o la oficina. Pero sí podemos generar cierta influencia de factores, que orientarán el trato en uno u otro sentido.
Por ejemplo, hay gente que se comporta como si “viviera pidiendo disculpas”. Son personas a las cuales muchas veces les cuesta expresar directamente su deseo y viven muy atentos a la opinión del otro respecto de sus actos. Este tipo de personas, probablemente serán más vulnerables a recibir cierto trato del entorno, muy distinto al que recibe aquel que cuenta con mayores habilidades vinculadas, por ejemplo, a la asertividad. Éste último, en lugar de decir “disculpe, yo venía a molestarlo, para preguntarle si tenía algún pullover blanco talle dos”, dirá quizá “Quisiera ver un pullover blanco, en talle dos por favor”.
Siguiendo con este ejemplo, quien “vive como pidiendo disculpas”, probablemente tendrá una percepción de sí, más vinculada a la idea de que “haga lo que haga, está molestando a su interlocutor”. Y esto generará en el otro, respuestas que en mayor o menor grado desembocarán en la re afirmación de dicha creencia irracional.

Es por ello que vale la pena revisar interiormente qué creencias sustentan nuestras acciones, y qué tipo de imagen de nosotros mismos estamos creando. Siempre les digo a mis pacientes que hacia atrás, no podemos cambiar nada…pero nuestra apuesta es hacia el futuro, para lograr que el ayer no nos persiga toda la vida, determinándonos, generándonos un circuito cerrado de respuestas siempre iguales.
No podemos cambiar el pasado. Podemos crear un mejor presente, mirando hacia un mañana distinto, renovado y elegido. Más cerca de la libertad de mandatos aprendidos, más cerca de la libertad de construir lo que queremos para nosotros mismos.

Lic. Daniela Torres Ortiz


Muchas son las consultas acerca de dificultades en la relación con los otros, y aún más comunes son las consultas por dificultades para relacionarse bien con la propia pareja.
Algo que si lo pensamos rápidamente, debiera ser más sencillo, dado que “se supone” que quien está a nuestro lado, lo está por una ELECCIÓN. Mía y del otro…elección mutua.
Ni los padres, ni los hijos, ni los abuelos son elegidos. La pareja, como los amigos, sí.
¿Y acaso por qué sufrimos tanto cuando no podemos encontrarnos con el otro?...con ese, con quien debiéramos hablar el mismo idioma, a ese al que hemos dejado traspasar la especial puerta de la intimidad...

A veces, justamente por eso nos duele tanto el desencuentro. Porque como dicen, “la peor traición es la que viene desde adentro”, y muchas veces, los desencuentros saben a traición. No me refiero a un tercero o tercera en discordia. Hablo de cuestiones mucho más simples como por ejemplo la traición de “no saberte” o “que no me sepas”…
Así, surgen demandas del tipo “¡no puede ser! Con los años que hace que estamos juntos, y que todavía no sepas lo que quiero”.
Las acusaciones van y vienen. El otro queda a expensas de saber qué respuesta dar.
El otro, ese “elegido”, queda en el banquillo de los acusados, mientras la queja se extiende y crece y cambia de color. El otro debiera ser -según esa irracional expectativa- una especie de mago que todo lo sabe. ¿Y si no es así?
Entonces aparece la sensación de traición…y la pregunta sobre el equívoco “¿siempre fuiste así?”… “¿Me habré equivocado al dejarte entrar en mi vida?”.
El enamoramiento es la etapa más feliz de la relación (y no en todas las historias, dura el mismo tiempo), ¿pero qué sucede cuando esta etapa se debe trascender?
Muchas parejas no están lo suficientemente preparadas para tolerarlo. Disfrutar las coincidencias es hermoso, pero aceptar las diferencias puede resultar muy doloroso.
Y al querer, nos exponemos tanto a lo bello como a lo triste. Amar supone aceptar una posibilidad de potencial frustración en alguno de mis deseos.
¿Estamos preparados para encarar esta realidad?

Hoy se sabe que uno de los mayores focos de estrés, son las dificultades dentro de la relación conyugal.
La terapia de pareja se presenta entonces como una posibilidad de abrir puertas, de acentuar el diálogo, de facilitar la escucha (la de la palabra del otro, la de la palabra propia) y la toma de decisiones, en un espacio de libertad y seriedad. Es un momento para asumir en primer lugar un compromiso conmigo mismo, y con la relación que un día decidí iniciar. Y también con el otro que está ahí, del otro lado, a mi lado (y de MI lado, aunque a veces podamos sentirlo como “el enemigo”).
Y puede resultar más sencillo de lo que parece, aunque parezca complejo. Me atrevo a decir quizá, que la parte más difícil sea dar el primer paso.

Desenredar la trama de la relación, para comenzar a comprenderse, es el paso necesario y fundamental para lograr disfrutar plenamente la vida de a dos, con ese otro al que llamamos pareja.
Ir a terapia supone un camino de trabajo y esfuerzo…pero bien lo vale, si lo que queremos es llegar juntos a la meta.

Lic. Daniela Torres Ortiz
Mat. Sta. Fe. 6149