“No sólo de pan vive el hombre”: la importancia del apoyo psicológico en pacientes con sobrepeso.
0 opiniones Publicado por Daniela en 8.11.12
La frase que elegí para titular esta nota es simple, pero
encierra una riqueza infinita: No vivimos sólo de lo material.
Si bien los objetos que nos rodean adquieren su importancia
en cuanto a la utilidad que nos prestan en diferentes sentidos, al momento de
mirarnos como personas, como seres humanos, se presenta ese misterio
maravilloso que es la esencia personal. Y en esa instancia nos conectamos con
nuestras necesidades más profundas, que simplemente no son “comprables” con
dinero: el amor, la sensación de bienestar, el buen humor, la autoestima, la
confianza, la seguridad en nosotros mismos, entre otras cosas…
Siguiendo con este buceo existencial, podemos afirmar que a
veces erramos al buscar la saciedad de estas necesidades en las cosas. Porque las
cosas son eso: cosas, que no nos brindarán el amor que no tenemos, o el
bienestar que no nos autogeneramos. Esto no les resta importancia, claro, pero
tampoco nos induce a sobreestimarlas.
Nadie da lo que no tiene. Tampoco “nada” puede dar más de lo
que su esencia misma contiene.
Focalizándonos ahora en la comida, como objeto de consumo,
podemos hacernos sencillas preguntas que nos llevarán a conectar lo antes dicho
con el tema en cuestión que tratamos hoy: -¿Cuándo
comemos?, -¿Qué elegimos para comer?, -¿Cuánto comemos?, -¿Cómo comemos?
(refiriéndome a los modos: ¿sentado, o de pie?, ¿urgido de “terminar el plato”
o tranquilo?).
Son preguntas básicas, que si nos las planteamos podrán brindarnos
un esbozo de “mapa” de nuestra relación con la comida.
Repasemos por ejemplo la primera pregunta: ¿Cuándo comemos? Podemos comer cuando
sentimos hambre o por “apetito”, que no es lo mismo. Hambre refiere a una
necesidad vital, es visceral, es un llamado del cuerpo. Apetito implica
capacidad de elegir, deseo, selectividad u orientación en algún sentido (por
ejemplo: elijo comer unas frutillas con crema o un yogurt con frutas). Por otro
lado, podemos comer cuando estamos aburridos (y la comida se vuelve aquello que
“mata el tiempo”), podemos comer cuando sentimos rabia (y no discriminar si era
queso o pizza lo que ingerimos. La cuestión, como dicen algunos pacientes, es
“calmarse”), podemos comer cuando nos sentimos tristes, y en muchas otras
circunstancias más.
Sólo esta pregunta abre un abanico de respuestas que
reflejan distintos estados emocionales, distintas actitudes mentales y
corporales.
No es lo mismo que María llegue enojada a su casa, luego de
una discusión con su novio, y coma lo primero que encuentre en la heladera “para calmarse”, que lo haga un domingo
relajada, disfrutando el encuentro familiar de la semana.
Sin dudas en el primer caso, no se discrimina. No se
selecciona concientemente, no hay un “comer con los ojos abiertos”. María
estará intentando “calmarse”
justamente usando, sin saber o sin tenerlo claramente presente en ese momento
al menos, el poder “opiáceo” que tiene la comida (y especialmente los hidratos
de carbono, nivel de química cerebral).
Siguiendo con esta pequeña escena, podemos pensar ¿Qué le
está pidiendo María a la comida?...las respuestas pueden variar: calma,
tranquilidad, sosiego para su enojo, distracción de su rabia.
Pero la comida no resolverá el problema o los problemas de
María consigo misma, con su pareja o con su familia. Las situaciones que hoy
generaron tensión volverán a presentarse, una y otra vez, porque la vida
simplemente nos expone a ello. Entonces, podemos plantearnos que si no
adquirimos recursos para afrontarlo, recursos que resulten más flexibles y
saludables, ¿Cuánto estaremos dispuestos a engordar?
¿Con qué moneda estamos pagando la ansiada calma, la paz del
momento, la tranquilidad buscada o simplemente, el medio para disminuir la
tensión e interrumpir la escalada de enojo suscitado?...
Por ello, cuando se quiere bajar de peso, la mayor parte de
las veces no alcanza sólo con tener un plan alimentario en las manos. Es
básico, sí, una guía nutricional, un plan de alimentación balanceado que nos
brinde un profesional en el tema. Es fundamental, repito, pero NO suficiente.
Porque no sólo se trata de saber qué comer, sino también, de
qué hacer con el manojo de emociones que gatillan nuestras conductas ante la
comida. Porque podemos tener el mejor de los planes, llevar el mejor de los
conteos de calorías, que quizá si vivimos una ruptura de una relación, caigamos
en lo dicho: “comer para calmarnos”…y entonces llevarnos comida a la cama,
elegir importantes cantidades de hidratos de carbono simples y refinados (que
son los que disparan la glucosa en la sangre, perjudicando severamente las
arterias y llevando a la fijación de tejido adiposo en el cuerpo), comer sin
pensar o pensar sólo en comer (evitando quizá de este modo, contactarnos con el
dolor que el acontecimiento vivido nos generó).
El apoyo psicológico, y puntualmente el que brindan las
terapias cognitivas, es de suma importancia en
estos casos, tanto para prevenir conductas, como para aprender nuevos modos de
relación con la comida, con el peso, con el cuerpo, con nuestra imagen y claro: con nosotros mismos.
De lo contrario, quedaremos atrapados en un pedido de
respuestas equivocado, pagando con nuestra salud y nuestra autoestima, por no
saber cómo enfrentar las situaciones ansiógenas, dolorosas o los simples conflictos de la
vida.
Podemos ir más allá: con nuestras conductas estamos transmitiendo
un “saber vivencial” a nuestros hijos, acerca de qué hacer cuando se está
triste, enojado o incluso alegre (el famoso “¡vamos a festejar comiéndonos un
helado!”), usando la comida como castigo, autocastigo o premio, y otorgándole
de este modo una función multivalente según las distintas circunstancias.
Por ello es que vale la pena pensar en un cambio, dejar de repetir
el que “esta vez sí, el lunes empiezo la dieta que salió en la revista”,
apostando a la ilusión de creer que las cosas se acomodan de un día para el
otro, por arte de magia.
Abordar seriamente el problema, es hacernos cargo de
nuestras necesidades más profundas, reconociéndolas y buscando ayuda para
aprender a resolverlas o convivir con ellas de la forma más saludablemente
posible. El desafío está planteado, sólo hay que tomar las riendas del asunto y
disponerse a trabajar. El fin lo vale: es nuestra calidad de vida y la de
nuestros hijos, nada menos, lo que está en juego.
Daniela Torres Ortiz
Licenciada en Psicología
La pregunta recurrente: ¿Para qué ir a terapia de pareja?
0 opiniones Publicado por Daniela en 3.10.12
“Porque nos
peleamos mucho, ya no tenemos momentos en paz”... “porque deje de cuidarme,
engordé... y siento que eso, indirectamente afectó nuestra vida sexual”…
“porque nos amamos, en todo nos llevamos bien, menos en el tema de nuestras
familias, odio los domingos cuando hay que decidir a la casa de qué madre
iremos a comer”... “porque no lo queremos…pero ya hemos pensado en separarnos,
la convivencia va de mal en peor...”
Las parejas
están llegando heridas al consultorio. Motivos de consulta como éstos se
multiplican y cambian de matices y colores, según la voz del hablante. Y quien
habla es el síntoma, arrojando mensajes -a veces más crípticos, a veces más
claros- debajo de la piel de los problemas cotidianos. Lo que sucede es que,
como bien dice el refrán “no hay peor ciego que el que no quiere ver” y
no hay peor enemigo de un conflicto, que la omnipotencia de quien cree SIEMPRE
puede resolverlo SOLO.
Están los que
buscan ayuda cuando se cansaron de pensar en los porqués dando vueltas
en la cama, cuando se hartaron de escuchar soluciones simplistas del amigo que,
con la mejor de las intenciones, los quiso aconsejar. Están los que han probado
con “tener un hijo” (cuando quizá no coincidía el deseo de tener ese hijo con
el de QUERER SER PADRES), como los que han probado con el escaparse cotidiano:
ese escape extraño -cuando no adictivo- del trabajo full time de doce, catorce o veinte horas diarias.
Es decir, que siempre existirán los que consulten cuando todo el resto de las opciones a las que prefirieron dar curso antes, no han dado resultado y cuando ya tienen un pie en el abogado y una mano preparando la valija.
Por eso, así como varían los problemas o las crisis que cada pareja atraviesa, así también varían los pronósticos: porque cada pareja intentó e intenta sanarse a su manera, usando sus recursos, los cuales son distintos en calidad y cantidad.
No es lo mismo
llegar con el hilo de aliento que tiene quien da el manotazo de ahogado, la
brazada final, que con la energía que tiene aquel que apuesta desde el primer
momento al trabajo duro, pero no por eso menos satisfactorio, de una buena
terapia de pareja.
Y hablo de
“trabajo duro” porque realmente lo es: se plantea el desafío de contar a otro
sobre esos “trapos sucios” que
siempre se creyó que “sólo se lavaban en
casa”. Este contar, sin embargo, es un contar diferente, muy alejado del “contarle al confidente de turno”. Es un
abrirse a otro con un sentido, con un propósito: el de encontrar el mejor de
los caminos para atravesar y resolver las situaciones conflictivas que siento
que embotan, confunden o paralizan en un momento dado.
Porque como dice el refrán: “de terapia se saca tanto como se pone”, y quien elige la consulta psicológica ya tiene un grado de salud mental suficiente que le permite decir hasta acá hicimos solos… si no llegamos a buen puerto, busquemos por otro lado.
Porque no hay
soluciones mágicas, sino respuestas a encontrar dentro de uno, que a veces
requieren de un tercero ajeno al entorno nuestro, que pueda preguntar lo que es
preciso, en el momento oportuno…que es justo el momento en que se siente, que
aún hay un vínculo de amor que vale la
pena rescatar.
Daniela M. Torres Ortiz
Licenciada en Psicología
Daniela M. Torres Ortiz
Licenciada en Psicología
“No me di cuenta…él
antes no eran tan así, algo cambió”…“comenzó a ponerse más violento desde que
me embaracé. Pensé que iba a estar feliz de verme la panza creciendo, pero fue
al revés, empezó a golpearme más seguido”…“No lo dije antes porque no sabía dónde
ir, qué hacer…tenía miedo que su familia no me lo perdonara y me sacara los
chicos”…“es que él es el único que trae algo de plata a la casa…yo nunca
trabajé, no sé, no me animo tampoco a dejar solos a los chicos, que son tan
chiquitos, además siento que sola no puedo hacer nada”…“tengo miedo, de que
salga y entre en la casa una noche, me mate a mí, a mis hermanos…a veces
fantaseo que llega un vecino, toca la puerta de casa y encuentra un charco de
sangre en el piso, porque nos mató a todos”…
Relatos como estos abundan en el camino de mi práctica
profesional como psicóloga. He podido conocer, a través de historias como
éstas, la fuerza de muchas personas, mujeres principalmente, que pudieron
sobreponerse al infierno que las quemaba dentro de su propio hogar.
Y es que los datos que arroja la realidad no es menos
impactante que estos fragmentos que evoco en mi memoria: violencia tiene muchos
escenarios, pero el principal es la propia casa.
Es así como día a día, María tolera que Juan llegue cansado
de trabajar, compre cerveza y tome hasta que llega con suerte a dormirse,
cuando no, antes “armó algún lío” que terminó con algunos moretones en sus
piernas o su cara, o con las marcas del cinto en la espalda de alguno de sus
chiquitos.
Es así como Juana se enoja cuando desde algún departamento
municipal o provincial se la llama para preguntarle, luego que desde el colegio
denunciaran que su hija “llegó golpeada al extremo a clases, vomitó y lloró
todo el día”, qué está ocurriendo en su casa. La mujer, con su brazo enyesado
desde la mano hasta el hombro, replica “pero ningún psicólogo va a lograr
separarme de mi marido, es mi marido y punto. El problema es que la nena no le
hace caso y él se enoja con ella y por culpa de ella pagamos todos”…
Parece ser un espiral sin fin, donde agresividad y violencia
van de la mano.
Y es que quizá todos podemos ser agresivos en cualquier
momento, de hecho hay cierto nivel de agresividad que resulta operativo para
establecer límites frente a otro, por ejemplo la llamada “asertividad” (que
tiene que ver con el poder decir “sí” o “no” sin tensionarse). Pero la
violencia va un paso más allá…
Tiene más relación con una modalidad cultural, una forma de
comunicación, una manera de ejercer dominio y/o control sobre otro, y en este
sentido puede verse que al hablar de violencia, hablamos de ejercer poder desde
cierto lugar de superioridad (sea por el género, por la condición económica,
por edad, etc).
Dice una canción popular “ningún niño nace malo”…y esto es
totalmente cierto.
El niño -futuro hombre- se alimenta de esa violencia que
abunda en su mesa, para el desayuno o para la cena, y que suele coronar
navidades y cumpleaños.
El niño/niña aprende de cada golpe, de cada herida, acerca de
su inermidad, acerca de su carencia de palabras para nombrar su terror y su
miedo. Y ese terror sin nombre acaba por re - generarse, en una suerte de
maldita repetición, que toma el cuerpo de otro, en algún momento de la vida.
Otro dato a tener en cuenta, es que nadie “se convierte de príncipe a sapo”, o de “buen compañero a enemigo” de una sola vez.
Hay estudios que avalan la casuística de los consultorios:
en el noviazgo ya aparecen los primeros indicadores de violencia en la
relación.
Y quizá el foco deba ponerse allí, como un semáforo amarillo
o rojo, que indique una pausa y permita tomar ante tanto horror, una actitud
preventiva: el vínculo prenupcial, que suele oficiar de puente entre la
violencia en las familias de origen y la violencia doméstica.
Dentro de los indicadores que sería importante considerar
como datos de relevancia, a la hora de pensar el vínculo que establece la
persona violenta se encuentran por ejemplo, los actos denigratorios (sea
simplemente gritar, “paralizando” a quien escucha…o insultar, menospreciar, o
exigir que se lleve a cabo una acción que a la otra persona le resulte
ofensivo, por citar algo), los celos excesivos, el control (que revise el
celular, llamadas, mensajes de texto o las cuentas de correo electrónico), la
invasión a la privacidad que de hecho está vinculado con lo anterior y tiene
también que ver con el ir eliminando las
relaciones afectivas del partenaire. Esto es un punto crucial, dado que la
víctima va siendo “cercada”, aislada emocionalmente, separada de aquellas
personas que antes constituían su “red de contención primaria”. Entonces,
cuando la se quiere pedir ayuda, no sabe a dónde ir, con quién contar, muchas
veces sintiendo vergüenza por la situación que atraviesa, a lo cual se le
agrega el miedo que la situación le provoca.
Si bien lo citado tiene que ver con la violencia
psicológica, muchas veces también puede
conducir al golpe.
Llegado este punto, vale la pena mencionar que hay
diferentes tipos de violencia (si bien la que más comúnmente llega a los juzgados
es la física). La ley 26485 reconoce en su artículo 5º los siguientes tipos:
violencia física, psicológica, sexual, económica y patrimonial, simbólica.
Es importante que quien padece situaciones de violencia intrafamiliar, pueda dar el primer paso, que es reconocerlo.
Esto implicará dejar de esperar que “por arte de magia se
cure”, como si fuera una simple enfermedad. Como se ha dicho, es más bien una
cuestión cultural, un modo de vinculación donde hay diversos factores psicológicos
y socioculturales que intervienen complejizando aún más el abordaje.
La única manera de comenzar a salir, es abandonar la actitud
negadora y animarse a pedir ayuda. Muchas veces se comete el error de impulsar
a la víctima a denunciar, cuando la misma no está preparada emocionalmente para
sostener esto, generándose que al tiempo se produzca un arrepentimiento
(motivado por la culpa, el miedo, o inclusive la sensación de abandono, aunque
parezca extraño) y se intente levantar los cargos, con el consiguiente retorno
del agresor al hogar y lo que esto implica en breve o en largo tiempo.
Quien no acepta que tiene un problema, no puede resolverlo.
Esto es así en cualquier situación de la vida, y más aún en situaciones como
éstas.
Buscar ayuda en familiares, llamar a las líneas habilitadas
para asesorar en estos temas, acudir a tribunales y solicitar colaboración de
trabajadores sociales como psicólogos, son recursos que deben tomarse
seriamente en cuenta para comenzar a pensar que al final del túnel, hay una
luz…para empezar a pensar que el infierno que arde detrás de las paredes de la
casa, es posible de transformar y con ello, construir un mejor presente y
futuro para nosotros y nuestros hijos.
Daniela Torres Ortiz
Licenciada en Psicología
Es común oír en el consultorio
quejas sobre “cómo me trata el otro”. Este otro, que puede ser la pareja, los
padres, un hermano, un amigo o un grupo cualquiera (en la escuela, en la facu o
el trabajo) nos brinda muchas veces cierta respuesta, que puede llevarnos de la
indignación a la tristeza en un solo paso.
Si nos permitimos bucear en esa
instancia, podemos encontrar varios actores. Por un lado yo, con mi sensación a
cuestas, que condicionará obviamente cierta respuesta (no es lo mismo sentirse
“injuriado”, que sentirse “herido” o “dañado”. Cada sensación irá de la mano de
cierto pensamiento, cierta postura corporal, cierta manifestación verbal o
paraverbal, en consonancia con lo que interpretamos respecto a aquello que escuchamos).
Del otro lado está “el Otro”, a quien intentaremos -con suerte- comprender para
poder contextualizar su mensaje emitido.
Y es que la comunicación con el
otro es vehículo esencial no sólo para generar y sostener la relación, sino
también para ir construyéndonos nuestra propia imagen.
Pensemos en un niño al cual la
madre, cuando se enoja, le dice “¡¡Sos malo!!”. Probablemente, en su
autoimagen, aquellas escenas, con sus frases, aromas, colores, interpretación y
sentido, quedarán cristalizadas e integradas. No digo que necesariamente
pensará de sí que “es malo”, pero sí que habrá una huella vinculada al concepto
de “maldad” y las connotaciones que esto implica, en la imagen que tiene de él
mismo.
Esa autoimagen, que vamos
“fabricando” día a día (y en este sentido es importante remarcar el criterio de
“actualidad” y “actualización” que posee el auto concepto), desde nuestro
nacimiento, se vincula en forma directa a la imagen que generamos en los otros.
Por ello, alguien que realmente no se cree merecedor de afecto, sin dudas
tenderá a crear vínculos con personas que confirmen su hipótesis (muchas veces,
incluso pudiendo descartar relaciones que desmientan su creencia, tan arraigada
puede estar la misma y tan fundante puede ser su papel en esa historia).
Hay una frase hermosa, que he
leído por allí, que reza “Cada uno vive en el mundo que es capaz de imaginar”,
lo cual se agregaría a lo antes dicho: Si creo que no merezco afecto, viviré en
un mundo donde “nadie es capaz de brindármelo”, y generaré historias que acaben
siempre igual, dejándome triste, sólo o decepcionado.
Volviendo a nuestra pregunta
inicial “Como nos vemos… ¿nos tratan?”…yo considero que la mayoría de las veces después de un exhaustivo análisis de la situación, la respuesta se termina convirtiendo en un profundo ¡SI!
Claro que no podemos determinar
cómo nos tratarán en un Banco, en un local comercial o la oficina. Pero sí
podemos generar cierta influencia de factores, que orientarán el trato en uno u
otro sentido.
Por ejemplo, hay gente que se
comporta como si “viviera pidiendo disculpas”. Son personas a las cuales muchas
veces les cuesta expresar directamente su deseo y viven muy atentos a la
opinión del otro respecto de sus actos. Este tipo de personas, probablemente
serán más vulnerables a recibir cierto trato del entorno, muy distinto al que
recibe aquel que cuenta con mayores habilidades vinculadas, por ejemplo, a la asertividad.
Éste último, en lugar de decir “disculpe,
yo venía a molestarlo, para preguntarle si tenía algún pullover blanco talle
dos”, dirá quizá “Quisiera ver un
pullover blanco, en talle dos por favor”.
Siguiendo con este ejemplo, quien
“vive como pidiendo disculpas”, probablemente tendrá una percepción de sí, más
vinculada a la idea de que “haga lo que haga, está molestando a su
interlocutor”. Y esto generará en el otro, respuestas que en mayor o menor
grado desembocarán en la re afirmación de dicha creencia irracional.
Es por ello que vale la pena
revisar interiormente qué creencias sustentan nuestras acciones, y qué tipo de
imagen de nosotros mismos estamos creando. Siempre les digo a mis pacientes que
hacia atrás, no podemos cambiar nada…pero nuestra apuesta es hacia el futuro,
para lograr que el ayer no nos persiga toda la vida, determinándonos,
generándonos un circuito cerrado de respuestas siempre iguales.
No podemos cambiar el pasado.
Podemos crear un mejor presente, mirando hacia un mañana distinto, renovado y
elegido. Más cerca de la libertad de mandatos aprendidos, más cerca de la
libertad de construir lo que queremos para nosotros mismos.
Lic. Daniela Torres Ortiz
Muchas son las consultas acerca
de dificultades en la relación con los otros, y aún más comunes son las
consultas por dificultades para relacionarse bien con la propia pareja.
Algo que si lo pensamos rápidamente,
debiera ser más sencillo, dado que “se supone” que quien está a nuestro lado,
lo está por una ELECCIÓN. Mía y del otro…elección mutua.
Ni los padres, ni los hijos, ni
los abuelos son elegidos. La pareja, como los amigos, sí.
¿Y acaso por qué sufrimos tanto
cuando no podemos encontrarnos con el otro?...con ese, con quien debiéramos hablar
el mismo idioma, a ese al que hemos dejado
traspasar la especial puerta de la intimidad...
A veces, justamente por eso nos duele tanto el desencuentro. Porque como dicen, “la peor traición es la que viene desde adentro”, y muchas veces, los desencuentros saben a traición. No me refiero a un tercero o tercera en discordia. Hablo de cuestiones mucho más simples como por ejemplo la traición de “no saberte” o “que no me sepas”…
Así, surgen demandas del tipo “¡no puede ser! Con los años que hace que
estamos juntos, y que todavía no sepas lo que quiero”.
Las acusaciones van y vienen. El
otro queda a expensas de saber qué respuesta dar.
El otro, ese “elegido”, queda en
el banquillo de los acusados, mientras la queja se extiende y crece y cambia de
color. El otro debiera ser -según esa irracional expectativa- una especie de
mago que todo lo sabe. ¿Y si no es así?
Entonces aparece la sensación de
traición…y la pregunta sobre el equívoco “¿siempre
fuiste así?”… “¿Me habré equivocado al dejarte entrar en mi vida?”.
El enamoramiento es la etapa más
feliz de la relación (y no en todas las historias, dura el mismo tiempo), ¿pero
qué sucede cuando esta etapa se debe trascender?
Muchas parejas no están lo
suficientemente preparadas para tolerarlo. Disfrutar las coincidencias es
hermoso, pero aceptar las diferencias puede resultar muy doloroso.
Y al querer, nos exponemos tanto a
lo bello como a lo triste. Amar supone aceptar una posibilidad de potencial
frustración en alguno de mis deseos.
¿Estamos preparados para encarar
esta realidad?
Hoy se sabe que uno de los mayores focos de estrés, son las dificultades dentro de la relación conyugal.
La terapia de pareja se presenta
entonces como una posibilidad de abrir puertas, de acentuar el diálogo, de
facilitar la escucha (la de la palabra del otro, la de la palabra propia) y la
toma de decisiones, en un espacio de libertad y seriedad. Es un momento para
asumir en primer lugar un compromiso conmigo mismo, y con la relación que un día
decidí iniciar. Y también con el otro que está ahí, del otro lado, a mi lado (y
de MI lado, aunque a veces podamos sentirlo como “el enemigo”).
Y puede resultar más sencillo de
lo que parece, aunque parezca complejo. Me atrevo a decir quizá, que la parte más
difícil sea dar el primer paso.
Desenredar la trama de la relación, para comenzar a comprenderse, es el paso necesario y fundamental para lograr disfrutar plenamente la vida de a dos, con ese otro al que llamamos pareja.
Ir a terapia supone un camino de trabajo
y esfuerzo…pero bien lo vale, si lo que queremos es llegar juntos a la meta.
Lic. Daniela Torres Ortiz
Mat. Sta. Fe. 6149
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