“No me di cuenta…él
antes no eran tan así, algo cambió”…“comenzó a ponerse más violento desde que
me embaracé. Pensé que iba a estar feliz de verme la panza creciendo, pero fue
al revés, empezó a golpearme más seguido”…“No lo dije antes porque no sabía dónde
ir, qué hacer…tenía miedo que su familia no me lo perdonara y me sacara los
chicos”…“es que él es el único que trae algo de plata a la casa…yo nunca
trabajé, no sé, no me animo tampoco a dejar solos a los chicos, que son tan
chiquitos, además siento que sola no puedo hacer nada”…“tengo miedo, de que
salga y entre en la casa una noche, me mate a mí, a mis hermanos…a veces
fantaseo que llega un vecino, toca la puerta de casa y encuentra un charco de
sangre en el piso, porque nos mató a todos”…
Relatos como estos abundan en el camino de mi práctica
profesional como psicóloga. He podido conocer, a través de historias como
éstas, la fuerza de muchas personas, mujeres principalmente, que pudieron
sobreponerse al infierno que las quemaba dentro de su propio hogar.
Y es que los datos que arroja la realidad no es menos
impactante que estos fragmentos que evoco en mi memoria: violencia tiene muchos
escenarios, pero el principal es la propia casa.
Es así como día a día, María tolera que Juan llegue cansado
de trabajar, compre cerveza y tome hasta que llega con suerte a dormirse,
cuando no, antes “armó algún lío” que terminó con algunos moretones en sus
piernas o su cara, o con las marcas del cinto en la espalda de alguno de sus
chiquitos.
Es así como Juana se enoja cuando desde algún departamento
municipal o provincial se la llama para preguntarle, luego que desde el colegio
denunciaran que su hija “llegó golpeada al extremo a clases, vomitó y lloró
todo el día”, qué está ocurriendo en su casa. La mujer, con su brazo enyesado
desde la mano hasta el hombro, replica “pero ningún psicólogo va a lograr
separarme de mi marido, es mi marido y punto. El problema es que la nena no le
hace caso y él se enoja con ella y por culpa de ella pagamos todos”…
Parece ser un espiral sin fin, donde agresividad y violencia
van de la mano.
Y es que quizá todos podemos ser agresivos en cualquier
momento, de hecho hay cierto nivel de agresividad que resulta operativo para
establecer límites frente a otro, por ejemplo la llamada “asertividad” (que
tiene que ver con el poder decir “sí” o “no” sin tensionarse). Pero la
violencia va un paso más allá…
Tiene más relación con una modalidad cultural, una forma de
comunicación, una manera de ejercer dominio y/o control sobre otro, y en este
sentido puede verse que al hablar de violencia, hablamos de ejercer poder desde
cierto lugar de superioridad (sea por el género, por la condición económica,
por edad, etc).
Dice una canción popular “ningún niño nace malo”…y esto es
totalmente cierto.
El niño -futuro hombre- se alimenta de esa violencia que
abunda en su mesa, para el desayuno o para la cena, y que suele coronar
navidades y cumpleaños.
El niño/niña aprende de cada golpe, de cada herida, acerca de
su inermidad, acerca de su carencia de palabras para nombrar su terror y su
miedo. Y ese terror sin nombre acaba por re - generarse, en una suerte de
maldita repetición, que toma el cuerpo de otro, en algún momento de la vida.
Otro dato a tener en cuenta, es que nadie “se convierte de príncipe a sapo”, o de “buen compañero a enemigo” de una sola vez.
Hay estudios que avalan la casuística de los consultorios:
en el noviazgo ya aparecen los primeros indicadores de violencia en la
relación.
Y quizá el foco deba ponerse allí, como un semáforo amarillo
o rojo, que indique una pausa y permita tomar ante tanto horror, una actitud
preventiva: el vínculo prenupcial, que suele oficiar de puente entre la
violencia en las familias de origen y la violencia doméstica.
Dentro de los indicadores que sería importante considerar
como datos de relevancia, a la hora de pensar el vínculo que establece la
persona violenta se encuentran por ejemplo, los actos denigratorios (sea
simplemente gritar, “paralizando” a quien escucha…o insultar, menospreciar, o
exigir que se lleve a cabo una acción que a la otra persona le resulte
ofensivo, por citar algo), los celos excesivos, el control (que revise el
celular, llamadas, mensajes de texto o las cuentas de correo electrónico), la
invasión a la privacidad que de hecho está vinculado con lo anterior y tiene
también que ver con el ir eliminando las
relaciones afectivas del partenaire. Esto es un punto crucial, dado que la
víctima va siendo “cercada”, aislada emocionalmente, separada de aquellas
personas que antes constituían su “red de contención primaria”. Entonces,
cuando la se quiere pedir ayuda, no sabe a dónde ir, con quién contar, muchas
veces sintiendo vergüenza por la situación que atraviesa, a lo cual se le
agrega el miedo que la situación le provoca.
Si bien lo citado tiene que ver con la violencia
psicológica, muchas veces también puede
conducir al golpe.
Llegado este punto, vale la pena mencionar que hay
diferentes tipos de violencia (si bien la que más comúnmente llega a los juzgados
es la física). La ley 26485 reconoce en su artículo 5º los siguientes tipos:
violencia física, psicológica, sexual, económica y patrimonial, simbólica.
Es importante que quien padece situaciones de violencia intrafamiliar, pueda dar el primer paso, que es reconocerlo.
Esto implicará dejar de esperar que “por arte de magia se
cure”, como si fuera una simple enfermedad. Como se ha dicho, es más bien una
cuestión cultural, un modo de vinculación donde hay diversos factores psicológicos
y socioculturales que intervienen complejizando aún más el abordaje.
La única manera de comenzar a salir, es abandonar la actitud
negadora y animarse a pedir ayuda. Muchas veces se comete el error de impulsar
a la víctima a denunciar, cuando la misma no está preparada emocionalmente para
sostener esto, generándose que al tiempo se produzca un arrepentimiento
(motivado por la culpa, el miedo, o inclusive la sensación de abandono, aunque
parezca extraño) y se intente levantar los cargos, con el consiguiente retorno
del agresor al hogar y lo que esto implica en breve o en largo tiempo.
Quien no acepta que tiene un problema, no puede resolverlo.
Esto es así en cualquier situación de la vida, y más aún en situaciones como
éstas.
Buscar ayuda en familiares, llamar a las líneas habilitadas
para asesorar en estos temas, acudir a tribunales y solicitar colaboración de
trabajadores sociales como psicólogos, son recursos que deben tomarse
seriamente en cuenta para comenzar a pensar que al final del túnel, hay una
luz…para empezar a pensar que el infierno que arde detrás de las paredes de la
casa, es posible de transformar y con ello, construir un mejor presente y
futuro para nosotros y nuestros hijos.
Daniela Torres Ortiz
Licenciada en Psicología
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