No todo final es una muerte (o al menos, una muerte tal como suele concebirse en nuestra cultura).

El final es un punto. Es una hoja seca que se cae de un árbol que sin dudas tendrá otras miles de hojas verdes, fresquitas, asomando a la luz.
Es un velo que cae y (des)cubre lo que hay detrás; quizá lo que siempre estuvo allí, pero no te atrevías a mirar.
Un final, sin dudas, también es un comienzo. Porque un final, es un límite. Es una línea vertical que divide lo que pasó de lo que está pasando y lo que está pasando, de lo que pasará.

¿Pensaste a cuál de los tramos le prestarás más atención hoy?

¿A lo que quedó atrás? ¿A lo que hoy, simplemente, es RECUERDO?... porque el ayer no nos pertenece, simplemente es recuerdo, imagen guardada, aroma encriptado, sonido encerrado...
El ayer es un recuerdo, al que podés acudir o no, pero sigue allí, en ese cajón de tu memoria.

¿Y qué ocurre con el FUTURO?
El futuro es invención. Es creación a desplegar, es fantasía. El futuro es del color que nuestros ojos quieran pintarlo, según el día o la hora en que lo estemos imaginando. El futuro tampoco tiene entidad, al igual que el pasado, en sí mismo. Pero a diferencia de aquel, todavía no ocurrió, por lo cual está abierto a las modificaciones que decidas hacerle.

Entonces, nos queda pensar en el PRESENTE.
¿Qué es el presente?...Yo diría que es un “aquí y ahora”.
El presente es lo que ocurre ya, para vos mientras lees esto... y mientras lo escribo, para mí. El presente es para mí el sonido de los autos en la calle, mezclándose con el "tic tac tic" del teclado de esta computadora.
El presente es cómo estoy sentada, cómo estás sentado...cómo respirás, cómo están tus músculos, qué aroma está impregnando tu aire.
El presente es lo único -SI, ÚNICO- que realmente tenemos.
Comprender esto, que se escribe y se lee tan fácilmente, es quizá una de las tareas más complejas de la vida. De hecho, muchos necesitan ayuda terapéutica para poder comenzar a aceptarlo.

Suena paradójicamente extraño: El aquí y ahora es lo único que "poseemos", y sin embargo es de lo que menos nos hacemos concientes. Registramos cuidadosamente los escollos de un pasado más o menos doloroso, nos culpamos o culpamos a otros, a la vida o la suerte. Nos enojamos y entristecemos por "lo que no fue", "lo que no hice" o "lo que no hiciste".
Igual de fácil es imaginar un futuro gris, vivir la amenaza de ese amor que se termina, o de esa libertad que se extingue quizá al momento de encontrar pareja, o de comenzar a ser padres y adquirir nuevas responsabilidades.

Y sí... porque "algo tiene que terminar, para que algo empiece". El final de una etapa, de un momento, de una hora, indica el comienzo de otra. Tan simple y tan difícil a la vez.

¿Y dónde queda el presente?...Vivimos en él, pero no somos concientes de ello. Vivimos en él, pero nuestra mente se confunde entre los recuerdos de algo que "ya no es" y la desesperación por "avizorar lo que vendrá", quizá ingenuamente apostando a que el futuro es previsible, controlable, "atrapable" por la mente humana.

Entonces me pregunto y te pregunto: ¿Hasta cuándo?
¿Cuándo podrás poner punto final a aquello que te daña y que es preciso soltar?...
¿Cuándo aceptarás conocerte, bucear en vos, para encontrarte con ese que realmente sos debajo de la ropa que llevás encima?...
¿Cuándo te conectarás con el presente, ese que te llama, que te reclama, ese que te implica y en el cual -aunque existís- pareciera que la mayoría de las veces no habitás?....

Poner un punto final, para comenzar a escribir una nueva historia, es tarea impostergable. Tiene que ver con la autorrealización, tiene que ver con el autoconocimiento y con la autoaceptación.
Es tarea de uno y para uno, y en el ejercicio de esa tarea, la psicoterapia también resulta de gran utilidad.
Frederic Perls dijo que "la terapia era algo demasiado bueno como para reservársela únicamente a los enfermos". Y a mí me gusta agregar que no hace falta sentirse enfermo para poder aprovecharla.

La vida sigue su curso, pero la diferencia entre "sobrevivir" y "vivir" la construye uno, a partir de sus propias decisiones.
Entonces ser feliz, también es una elección y exige un compromiso ineludible.

Te deseo una feliz vida, siempre.

Lic. Daniela Torres Ortiz


La frase que elegí para titular esta nota es simple, pero encierra una riqueza infinita: No vivimos sólo de lo material.
Si bien los objetos que nos rodean adquieren su importancia en cuanto a la utilidad que nos prestan en diferentes sentidos, al momento de mirarnos como personas, como seres humanos, se presenta ese misterio maravilloso que es la esencia personal. Y en esa instancia nos conectamos con nuestras necesidades más profundas, que simplemente no son “comprables” con dinero: el amor, la sensación de bienestar, el buen humor, la autoestima, la confianza, la seguridad en nosotros mismos, entre otras cosas…
Siguiendo con este buceo existencial, podemos afirmar que a veces erramos al buscar la saciedad de estas necesidades en las cosas. Porque las cosas son eso: cosas, que no nos brindarán el amor que no tenemos, o el bienestar que no nos autogeneramos. Esto no les resta importancia, claro, pero tampoco nos induce a sobreestimarlas.
Nadie da lo que no tiene. Tampoco “nada” puede dar más de lo que su esencia misma contiene.

Focalizándonos ahora en la comida, como objeto de consumo, podemos hacernos sencillas preguntas que nos llevarán a conectar lo antes dicho con el tema en cuestión que tratamos hoy: -¿Cuándo comemos?, -¿Qué elegimos para comer?, -¿Cuánto comemos?, -¿Cómo comemos? (refiriéndome a los modos: ¿sentado, o de pie?, ¿urgido de “terminar el plato” o tranquilo?).
Son preguntas básicas, que si nos las planteamos podrán brindarnos un esbozo de “mapa” de nuestra relación con la comida.
Repasemos por ejemplo la primera pregunta: ¿Cuándo comemos? Podemos comer cuando sentimos hambre o por “apetito”, que no es lo mismo. Hambre refiere a una necesidad vital, es visceral, es un llamado del cuerpo. Apetito implica capacidad de elegir, deseo, selectividad u orientación en algún sentido (por ejemplo: elijo comer unas frutillas con crema o un yogurt con frutas). Por otro lado, podemos comer cuando estamos aburridos (y la comida se vuelve aquello que “mata el tiempo”), podemos comer cuando sentimos rabia (y no discriminar si era queso o pizza lo que ingerimos. La cuestión, como dicen algunos pacientes, es “calmarse”), podemos comer cuando nos sentimos tristes, y en muchas otras circunstancias más.
Sólo esta pregunta abre un abanico de respuestas que reflejan distintos estados emocionales, distintas actitudes mentales y corporales.
No es lo mismo que María llegue enojada a su casa, luego de una discusión con su novio, y coma lo primero que encuentre en la heladera “para calmarse”, que lo haga un domingo relajada, disfrutando el encuentro familiar de la semana.
Sin dudas en el primer caso, no se discrimina. No se selecciona concientemente, no hay un “comer con los ojos abiertos”. María estará intentando “calmarse” justamente usando, sin saber o sin tenerlo claramente presente en ese momento al menos, el poder “opiáceo” que tiene la comida (y especialmente los hidratos de carbono,  nivel de química cerebral).
Siguiendo con esta pequeña escena, podemos pensar ¿Qué le está pidiendo María a la comida?...las respuestas pueden variar: calma, tranquilidad, sosiego para su enojo, distracción de su rabia.
Pero la comida no resolverá el problema o los problemas de María consigo misma, con su pareja o con su familia. Las situaciones que hoy generaron tensión volverán a presentarse, una y otra vez, porque la vida simplemente nos expone a ello. Entonces, podemos plantearnos que si no adquirimos recursos para afrontarlo, recursos que resulten más flexibles y saludables, ¿Cuánto estaremos dispuestos a engordar?
¿Con qué moneda estamos pagando la ansiada calma, la paz del momento, la tranquilidad buscada o simplemente, el medio para disminuir la tensión e interrumpir la escalada de enojo suscitado?...
Por ello, cuando se quiere bajar de peso, la mayor parte de las veces no alcanza sólo con tener un plan alimentario en las manos. Es básico, sí, una guía nutricional, un plan de alimentación balanceado que nos brinde un profesional en el tema. Es fundamental, repito, pero NO suficiente.

Porque no sólo se trata de saber qué comer, sino también, de qué hacer con el manojo de emociones que gatillan nuestras conductas ante la comida. Porque podemos tener el mejor de los planes, llevar el mejor de los conteos de calorías, que quizá si vivimos una ruptura de una relación, caigamos en lo dicho: “comer para calmarnos”…y entonces llevarnos comida a la cama, elegir importantes cantidades de hidratos de carbono simples y refinados (que son los que disparan la glucosa en la sangre, perjudicando severamente las arterias y llevando a la fijación de tejido adiposo en el cuerpo), comer sin pensar o pensar sólo en comer (evitando quizá de este modo, contactarnos con el dolor que el acontecimiento vivido nos generó).

El apoyo psicológico, y puntualmente el que brindan las terapias cognitivas, es de suma importancia en estos casos, tanto para prevenir conductas, como para aprender nuevos modos de relación con la comida, con el peso, con el cuerpo, con nuestra imagen y claro: con nosotros mismos.
De lo contrario, quedaremos atrapados en un pedido de respuestas equivocado, pagando con nuestra salud y nuestra autoestima, por no saber cómo enfrentar las situaciones ansiógenas,  dolorosas o los simples conflictos de la vida.
Podemos ir más allá: con nuestras conductas estamos transmitiendo un “saber vivencial” a nuestros hijos, acerca de qué hacer cuando se está triste, enojado o incluso alegre (el famoso “¡vamos a festejar comiéndonos un helado!”), usando la comida como castigo, autocastigo o premio, y otorgándole de este modo una función multivalente según las distintas circunstancias.
Por ello es que vale la pena pensar en un cambio, dejar de repetir el que “esta vez sí, el lunes empiezo la dieta que salió en la revista”, apostando a la ilusión de creer que las cosas se acomodan de un día para el otro, por arte de magia.
Abordar seriamente el problema, es hacernos cargo de nuestras necesidades más profundas, reconociéndolas y buscando ayuda para aprender a resolverlas o convivir con ellas de la forma más saludablemente posible. El desafío está planteado, sólo hay que tomar las riendas del asunto y disponerse a trabajar. El fin lo vale: es nuestra calidad de vida y la de nuestros hijos, nada menos, lo que está en juego.


Daniela Torres Ortiz
Licenciada en Psicología


“Porque nos peleamos mucho, ya no tenemos momentos en paz”... “porque deje de cuidarme, engordé... y siento que eso, indirectamente afectó nuestra vida sexual”… “porque nos amamos, en todo nos llevamos bien, menos en el tema de nuestras familias, odio los domingos cuando hay que decidir a la casa de qué madre iremos a comer”... “porque no lo queremos…pero ya hemos pensado en separarnos, la convivencia va de mal en peor...”
Las parejas están llegando heridas al consultorio. Motivos de consulta como éstos se multiplican y cambian de matices y colores, según la voz del hablante. Y quien habla es el síntoma, arrojando mensajes -a veces más crípticos, a veces más claros- debajo de la piel de los problemas cotidianos. Lo que sucede es que, como bien dice el refrán “no hay peor ciego que el que no quiere ver” y no hay peor enemigo de un conflicto, que la omnipotencia de quien cree SIEMPRE puede resolverlo SOLO.
Están los que buscan ayuda cuando se cansaron de pensar en los porqués dando vueltas en la cama, cuando se hartaron de escuchar soluciones simplistas del amigo que, con la mejor de las intenciones, los quiso aconsejar. Están los que han probado con “tener un hijo” (cuando quizá no coincidía el deseo de tener ese hijo con el de QUERER SER PADRES), como los que han probado con el escaparse cotidiano: ese escape extraño -cuando no adictivo- del trabajo full time de doce, catorce o veinte horas diarias.

Es decir, que siempre existirán los que consulten cuando todo el resto de las opciones a las que prefirieron dar curso antes, no han dado resultado y cuando ya tienen un pie en el abogado y una mano preparando la valija.

Por eso, así como varían los problemas o las crisis que cada pareja atraviesa, así también varían los pronósticos: porque cada pareja intentó e intenta sanarse a su manera, usando sus recursos, los cuales son distintos en calidad y cantidad.
No es lo mismo llegar con el hilo de aliento que tiene quien da el manotazo de ahogado, la brazada final, que con la energía que tiene aquel que apuesta desde el primer momento al trabajo duro, pero no por eso menos satisfactorio, de una buena terapia de pareja.
Y hablo de “trabajo duro” porque realmente lo es: se plantea el desafío de contar a otro sobre esos “trapos sucios” que siempre se creyó que “sólo se lavaban en casa”. Este contar, sin embargo, es un contar diferente, muy alejado del “contarle al confidente de turno”. Es un abrirse a otro con un sentido, con un propósito: el de encontrar el mejor de los caminos para atravesar y resolver las situaciones conflictivas que siento que embotan, confunden o paralizan en un momento dado.

Porque como dice el refrán: “de terapia se saca tanto como se pone”, y quien elige la consulta psicológica ya tiene un grado de salud mental suficiente que le permite decir hasta acá hicimos solos… si no llegamos a buen puerto, busquemos por otro lado.
Porque no hay soluciones mágicas, sino respuestas a encontrar dentro de uno, que a veces requieren de un tercero ajeno al entorno nuestro, que pueda preguntar lo que es preciso, en el momento oportuno…que es justo el momento en que se siente, que aún hay  un vínculo de amor que vale la pena rescatar.

Daniela M. Torres Ortiz
Licenciada en Psicología


“No me di cuenta…él antes no eran tan así, algo cambió”…“comenzó a ponerse más violento desde que me embaracé. Pensé que iba a estar feliz de verme la panza creciendo, pero fue al revés, empezó a golpearme más seguido”…“No lo dije antes porque no sabía dónde ir, qué hacer…tenía miedo que su familia no me lo perdonara y me sacara los chicos”…“es que él es el único que trae algo de plata a la casa…yo nunca trabajé, no sé, no me animo tampoco a dejar solos a los chicos, que son tan chiquitos, además siento que sola no puedo hacer nada”…“tengo miedo, de que salga y entre en la casa una noche, me mate a mí, a mis hermanos…a veces fantaseo que llega un vecino, toca la puerta de casa y encuentra un charco de sangre en el piso, porque nos mató a todos”…

Relatos como estos abundan en el camino de mi práctica profesional como psicóloga. He podido conocer, a través de historias como éstas, la fuerza de muchas personas, mujeres principalmente, que pudieron sobreponerse al infierno que las quemaba dentro de su propio hogar.
Y es que los datos que arroja la realidad no es menos impactante que estos fragmentos que evoco en mi memoria: violencia tiene muchos escenarios, pero el principal es la propia casa.
Es así como día a día, María tolera que Juan llegue cansado de trabajar, compre cerveza y tome hasta que llega con suerte a dormirse, cuando no, antes “armó algún lío” que terminó con algunos moretones en sus piernas o su cara, o con las marcas del cinto en la espalda de alguno de sus chiquitos.
Es así como Juana se enoja cuando desde algún departamento municipal o provincial se la llama para preguntarle, luego que desde el colegio denunciaran que su hija “llegó golpeada al extremo a clases, vomitó y lloró todo el día”, qué está ocurriendo en su casa. La mujer, con su brazo enyesado desde la mano hasta el hombro, replica “pero ningún psicólogo va a lograr separarme de mi marido, es mi marido y punto. El problema es que la nena no le hace caso y él se enoja con ella y por culpa de ella pagamos todos”…
Parece ser un espiral sin fin, donde agresividad y violencia van de la mano.
Y es que quizá todos podemos ser agresivos en cualquier momento, de hecho hay cierto nivel de agresividad que resulta operativo para establecer límites frente a otro, por ejemplo la llamada “asertividad” (que tiene que ver con el poder decir “sí” o “no” sin tensionarse). Pero la violencia va  un paso más allá…
Tiene más relación con una modalidad cultural, una forma de comunicación, una manera de ejercer dominio y/o control sobre otro, y en este sentido puede verse que al hablar de violencia, hablamos de ejercer poder desde cierto lugar de superioridad (sea por el género, por la condición económica, por edad, etc).
Dice una canción popular “ningún niño nace malo”…y esto es totalmente cierto. 
El niño -futuro hombre- se alimenta de esa violencia que abunda en su mesa, para el desayuno o para la cena, y que suele coronar navidades y cumpleaños.
El niño/niña aprende de cada golpe, de cada herida, acerca de su inermidad, acerca de su carencia de palabras para nombrar su terror y su miedo. Y ese terror sin nombre acaba por re - generarse, en una suerte de maldita repetición, que toma el cuerpo de otro, en algún momento de la vida.

Otro dato a tener en cuenta, es que nadie “se convierte de príncipe a sapo”, o de “buen compañero a enemigo” de una sola vez.
Hay estudios que avalan la casuística de los consultorios: en el noviazgo ya aparecen los primeros indicadores de violencia en la relación.
Y quizá el foco deba ponerse allí, como un semáforo amarillo o rojo, que indique una pausa y permita tomar ante tanto horror, una actitud preventiva: el vínculo prenupcial, que suele oficiar de puente entre la violencia en las familias de origen y la violencia doméstica.
Dentro de los indicadores que sería importante considerar como datos de relevancia, a la hora de pensar el vínculo que establece la persona violenta se encuentran por ejemplo, los actos denigratorios (sea simplemente gritar, “paralizando” a quien escucha…o insultar, menospreciar, o exigir que se lleve a cabo una acción que a la otra persona le resulte ofensivo, por citar algo), los celos excesivos, el control (que revise el celular, llamadas, mensajes de texto o las cuentas de correo electrónico), la invasión a la privacidad que de hecho está vinculado con lo anterior y tiene también que ver con el  ir eliminando las relaciones afectivas del partenaire. Esto es un punto crucial, dado que la víctima va siendo “cercada”, aislada emocionalmente, separada de aquellas personas que antes constituían su “red de contención primaria”. Entonces, cuando la se quiere pedir ayuda, no sabe a dónde ir, con quién contar, muchas veces sintiendo vergüenza por la situación que atraviesa, a lo cual se le agrega el miedo que la situación le provoca.
Si bien lo citado tiene que ver con la violencia psicológica, muchas veces también  puede conducir al golpe.
Llegado este punto, vale la pena mencionar que hay diferentes tipos de violencia (si bien la que más comúnmente llega a los juzgados es la física). La ley 26485 reconoce en su artículo 5º los siguientes tipos: violencia física, psicológica, sexual, económica y patrimonial, simbólica.

Es importante que quien padece situaciones de violencia intrafamiliar, pueda dar el primer paso, que es reconocerlo.
Esto implicará dejar de esperar que “por arte de magia se cure”, como si fuera una simple enfermedad. Como se ha dicho, es más bien una cuestión cultural, un modo de vinculación donde hay diversos factores psicológicos y socioculturales que intervienen complejizando aún más el abordaje.
La única manera de comenzar a salir, es abandonar la actitud negadora y animarse a pedir ayuda. Muchas veces se comete el error de impulsar a la víctima a denunciar, cuando la misma no está preparada emocionalmente para sostener esto, generándose que al tiempo se produzca un arrepentimiento (motivado por la culpa, el miedo, o inclusive la sensación de abandono, aunque parezca extraño) y se intente levantar los cargos, con el consiguiente retorno del agresor al hogar y lo que esto implica en breve o en largo tiempo.
Quien no acepta que tiene un problema, no puede resolverlo. Esto es así en cualquier situación de la vida, y más aún en situaciones como éstas.
Buscar ayuda en familiares, llamar a las líneas habilitadas para asesorar en estos temas, acudir a tribunales y solicitar colaboración de trabajadores sociales como psicólogos, son recursos que deben tomarse seriamente en cuenta para comenzar a pensar que al final del túnel, hay una luz…para empezar a pensar que el infierno que arde detrás de las paredes de la casa, es posible de transformar y con ello, construir un mejor presente y futuro para nosotros y nuestros hijos.

Daniela Torres Ortiz
Licenciada en Psicología