¡Cuántas veces lo escuché, lo escucho y temo que lo seguiré escuchando! “¡No, yo no voy al psi porque no estoy loco!”, es el enunciado en boca de quien cierra los ojos, abre un prejuicio y deja volar la negación por encima de sus decisiones.

Creo que justamente el problema está ahí: cuando dejamos que un PREJUICIO, tenga el lugar de un JUICIO, de un hecho cierto, de una certeza.

Y lo más grave de todo este entramado de creencias irracionales, mandatos y prejuicios, es que se pierde la oportunidad de la EXPERIENCIA propia. La psicoterapia (nos dice Perls) es algo demasiado bueno como para dejárselo solamente a los enfermos. Y sí, es cierto que hay gente enferma que llega a nuestros consultorios. Pero, me animo a asegurar desde mi propia experiencia personal que aquellos que MÁS LO NECESITAN, son los que más se resisten a ir. ¿Por qué? Porque NIEGAN que exista un problema.

¡Qué problema! ¿Cómo voy a resolver aquello que creo que NO NECESITO RESOLVER? ¿Cómo voy a operar sobre lo que ignoro o niego?...

Primero debo ACEPTAR -y aceptarME, diría el amigo Rogers- para poder, entonces CAMBIAR.

Pero volvamos al principio de todo: ¿Están locos los que van al psicólogo?

En primer lugar, les diré que la respuesta es más compleja que un simple “si” o “no”. Para ser clara, les diré que quienes DECIDEN acudir a terapia, ya tienen un grado de salud mental tal que les permite con lucidez decirse “acá hay algo que anda mal…y si solo no puedo verlo y resolverlo, entonces necesito ayuda” (verán que se juega también una cuestión de OMNIPOTENCIA. Debo dejar de creer que “yo puedo todo”).

En segundo lugar, la imagen del “loco” que tiene la sociedad, se asemeja ciertamente a la del psicótico. Y les diré que, esta población congfigura un tipo tan particular, que comunmente son abordados dentro del marco de instituciones especializadas y con colegas entrenados específicamente en el abordaje de ese tipo de casos, tal es su cualidad.

¿Qué pasa con el paciente común y corriente al que le dicen “che, ¿por qué no vas a un psi”? o al que se anima a pedir un turno, porque entiende que hay cuestiones que resolver con otro neutral que le brinde su mirada?... Éste paciente NO ESTÁ LOCO (o al menos es muy probable que no lo esté), porque el loco simplemente no pide ayuda. ¡Al consultorio o al hospital LO TRAEN a la rastra!! Para el loco, ¡los locos son los otros! Como para el psicópata (otra población que raramente acude a terapia de motus propio) “el resto del mundo tiene la culpa”.

Ya el pedir una consulta, reitero, implica un grado de salud mental y de anclaje en la realidad.

Concluyendo, les diré que en mi opinión, el prejuicio de “los psicólogos son para los locos” se sustenta en una dialéctica entre la falsa omnipotencia, la negación y el miedo.

¿Y por qué hablo del miedo? ¡Porque da miedo necesitar de otro! Da miedo perder los “beneficios secundarios” de la enfermedad, da miedo RECONOCER que en mi vida, algo no anda del todo bien, da miedo asumir que después de ver, algo tendré que hacer con eso que encontré dentro mío.

Como diría THOMAS MAN "La introspección es el primer paso hacia la transformación, y yo entiendo que, tras conocerse a sí mismo, nadie puede seguir siendo el mismo."

Lic. Daniela M. Torres Ortiz

Es muy frecuente en nuestra cultura que se eduque a los hijos varones enseñándoles que no es bueno mostrar sus sentimientos, especialmente la ternura.
“Los hombres no lloran”, les dicen. Se valora, en cambio, la bronca como sinónimo de fuerza.El chico aprende así, que no se puede ser tierno y fuerte a la vez. Como consecuencia de estas enseñanzas, muchos hombres no pueden expresar con libertad sus sentimientos. Se reprimen por miedo a que los crean débiles o poco masculinos.
Esto se ve reforzado por el hecho de que el mismo discurso lo aprenden las hijas mujeres. Ellas también esperan de los hombres la fuerza explícita y la represión de la ternura. Cuando una mujer así entrenada rechaza de modo tangible o imperceptible las expresiones afectivas de un hombre, le confirma el discurso aprendido en la infancia: “la sensibilidad, la ternura, las expresiones afectivas, no son cosas de hombres”.
Los hombres cumplen el mandato social para tener identidad y no ser rechazados. A las mujeres, en cambio, se las educa con todos los permisos para ser expresivas y sensibles. Lo que es virtud en las mujeres es defecto en los hombres.

Pero reprimir tiene un costo, que en el caso de los sentimientos es muy alto, por ser muy fuerte y continua la producción afectiva de los seres humanos.
Creo que para evitar las consecuencias indeseables de la represión de la ternura, el hombre canaliza a través de sustitutos. Así es que se hace una transferencia de energías, desde las sensibilidades reprimidas hacia las expresiones vinculadas con la supuesta expresión de fuerza y potencia.
Para aparentar fuerza y potencia, nuestra cultura tiene dos disfraces muy conocidos: la sexualidad y el dinero. El hombre aprende a inflar su interés sexual y su poder económico, como sinónimo de fuerza y valorización. Como consecuencia lógica se ocultan y se desvalorizan intereses opuestos, simplemente por ser distintos al sexo y al dinero. Una vez incorporados estos mecanismos, automáticamente se eligen y descartan las conductas que supongan fuerza o ternura, respectivamente.
El hombre víctima de estos mandatos seducirá más con su erotismo y su billetera, que con su capacidad poética.
Como dijimos antes, la respuesta positiva de las seducidas, reforzará el mecanismo. La barra del café que felicita las hazañas sexuales del seductor, actúa igual que la novia que privilegia los éxitos financieros de su pareja.

En muchos casos, los hombres se avergüenzan de mostrar una poesía que han escrito. La desvalorización de la ternura y la hiperinflación de la sexualidad, tienen consecuencias importantes en el deterioro de la autoestima de hombres y mujeres.
Un hombre puede arrastrar viejos complejos, a raíz de sus aspectos tiernos y sensibles. Por las grietas de esos complejos, se escapará su autoestima como el agua de un balde agujereado. Si intenta tapar esos “agujeros- complejos” con sexualidad y éxito económico, cometerá el mismo error que alguien que quiera tapar los agujeros del balde con pintura.
El sexo y el dinero usados de esta manera son “pinturas” narcisistas, que no cierran los “agujeros” de nuestra autoestima.
Por eso algunas personas no entienden por qué siguen deprimidos a pesar de aumentar sus éxitos sexuales y económicos. El “agua-autoestima” sigue cayendo por los “agujeros –complejos”, aunque se incremente la “pintura” exterior de éxitos narcisistas.
Si alguien lucha contra los complejos que le impiden expresar sus emociones, y lleva a la práctica intentos de expresarse poéticamente o reconocer la sensibilidad de otras maneras, su autoestima crecerá. Quizás descubra que también “es de hombre” reconocerse emotivo y no estar tan pendientes de la aprobación de otros.
Cuando un hombre descubre que se puede ser tierno y fuerte a la vez, aumenta su eficacia en la vida por que no tiene que gastar energía en ocultar sus sentimientos, no tiene miedo que lo rechacen.La autoestima siempre fortalece. El narcisismo debilita siempre, pues es la confirmación de la ausencia de autoestima.

Texto: Jorge Miguel Brusca

Fuente: depsicoterapias.com
http://www.depsicoterapias.com/articulo.asp?IdArticulo=532


Y resulta que un día, te mirás al espejo y te das cuenta del tiempo que pasó. A tu alrededor abundan las amigas casadas (feliz o infelizmente, juzgás) y claro, también los pañales, recetas de papillas y mamaderas de las que ya han tenido niños.
Y ves los treinta y algo aparecer como una mancha de aceite en el carilina, ese que sacás de la cartera para secarte la lágrima que asoma, amenazando con correr el rimel …
Es que muchas dicen que a los treinta aparece un agudo ¿séptimo sentido femenino? que nos empuja a detectar las primeras canas, las cuasi invisibles arrugas (que por más “cuasi” que sean, allí están, desperezándose y dispuestas a acompañarnos de por vida, si no hacemos algo “a tiempo”) y los rollitos que se anuncian, entre los pliegues que se empiezan a marcar cada vez que “osamos” ponernos una remera ajustada,(la misma que a los veintitantos nos quedaba genial… )
Y yo me pregunto (y les pregunto…) ¿Será realmente así?... ¿Será que el cambio catastrófico que se manifiesta a través de lo enumerado anteriormente (y otras cositas que seguramente habrá faltado mencionar) se descuelga del almanaque el día fatídico en que cumplimos tres décadas de vida? Me animo a pensar que no…

Sí creo que la cultura postmoderna, esa misma que nos indicó qué ropa o qué calzado usar, qué color de cabello llevar y cuánto pesar para la altura que natura nos había dado, nos vuelve más autocríticos que nunca. Me rectifico: nos regala una lupa que, inescrupulosamente, amplifica y achica sucesivamente nuestras percepciones, distorsionando la imagen de nosotros mismos y la del mundo. De pronto “todas mis amigas son felices” y “yo no…yo estoy mal… ¿Qué va a ser de mi?”…
No se puede pretender detener el tiempo, y el reloj evolutivo marcha hacia delante inexorablemente.
Así, las quejas por la soledad que comienza a experimentarse como “insoportable” (esa misma que ayer nos parecía fantástica, porque iba de la mano de lo que llamábamos “libertad”), se hacen repetitivas… y el espejo implacable en sus críticas nos juzga y nos condena por las decisiones anteriormente tomadas…

No. Basta. Es sano decir “stop”. Mirar hacia atrás es bueno, siempre que implique integrar el pasado a mi presente…pero no hacer del ayer un monumento, o peor aún, un camposanto donde enterrar todo lo positivo que “hubo en mi”…y que (creo) ya no está.
Así como el adolescente que fuimos, tuvo que duelar su rectilíneo cuerpo infantil, perdido ya entre las curvas que asomaban, habrá que duelar lo que fuimos y no, lo que logramos y no, y recién ahí empezar a mirar hacia delante.
No podemos buscar lo que queremos, si antes no sabemos quienes somos.
Y no podemos saber quiénes somos, si no nos aceptamos íntegramente, como una mezcla de colores, como un abanico de claros y oscuros…

Sólo quien se conoce, puede aceptarse. Y sólo quién se acepta puede conocerse. Son actitudes que van unidas, como dos caras de una misma moneda…
Entonces, desde aceptarnos a nosotros mismos, podemos generar un encuentro profundo con otro que también se acepte y nos acepte, imperfectos y humanos. Sólo ahí, sólo entonces, puede tener lugar el amor maduro.
No el de las revistas o la película del cine. No el de “Blancanieves y el príncipe que vivieron para siempre felices y comieron perdices”.
El amor maduro, (que es el amor verdaderamente posible), es aquel que acepta la incompletud de cada uno de los miembros de la pareja y la capacidad del compañero/a de generarnos satisfacciones y frustraciones.
Pero para llegar a él, hay que dar el primer paso. Sacarnos las lupas y mirarnos al espejo tal como somos, desnudos, imperfectos y maravillosos.

En la autoaceptación está la primer respuesta…a partir de allí los nuevos interrogantes y el largo camino a recorrer…generando que se den las condiciones, para realizar lo que deseamos para nosotros mismos...

Tenemos que hablar

Las crisis, las relaciones familiares cada vez más complejas y la caída de los prejuicios con respecto a la terapia vincular hacen que las sesiones de pareja ya no sean un exotismo. El boom de la tira Tratame bien y lo que sucede en la vida real, según terapeutas y pacientes.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

¿Querés aparecer con tu nombre real en la nota o buscamos uno de fantasía?
–Poneme Torino.
–Perfecto.
–¿A mi mujer también la vas a entrevistar?
–Sí.
–A ella ponele Blanca. Me gusta la cupé Torino blanca.

Torino es el típico caso de alguien que te cuenta que está haciendo terapia de pareja y contestás: "¿Torino? ¿Terapia de pareja?" Y el hombre, que al parecer hoy no asimila una vida lejos de su cupé Blanca, pone primera y arremete. "Jamás pensé que alguna vez haría terapia de pareja. Ella fue la que insistió. Y ahora pienso que fue de gran utilidad, si estás convencido de que se puede salvar, no hay que tener miedo", dice este contador, de 41 años, en un intento de animar a otros escépticos, como era él.

La psicoterapeuta de Torino y Blanca (aunque inseparables en su concepto, acá vamos a escindirlos para evitar cualquier interpretación a priori de simbiosis) precisamente los menciona para graficar en qué estados suelen llegar al consultorio las parejas que se deciden a una terapia conjunta. "Llega gente que te sorprende, con buenos índices afectivos y problemas de convivencia", como Torino y cupé Blanca, ejemplifica Olga Ladovsky, psicoanalista especializada en terapias vinculares.

"En esos casos –prosigue– es más maravillosa la aventura de trabajar. Pero también llegan otras parejas con bajos niveles afectivos, que se expresan en indiferencia o distancia, y quieren componer el vínculo a la fuerza. Ahí la psicoterapia se hace más difícil".
La psicóloga Ana María Muchnik tiene su top ten de crisis conyugales: llegan parejas con distorsiones en la comunicación, controversias de intereses, falta de respeto por la individualidad del otro, diferencias en la crianza de los hijos, hijos con síntomas por problemas de la pareja, infidelidad y celos.

Blanca, la de la cupé, confirma el momento en que, cuando ya casi estaba decidida a patear el tablero después de varios meses de no llegar a ningún destino apacible, su terapeuta le hizo ver esa realidad que estaba servida y el oscuro panorama empezó a aclarar. "Un día que yo veía todo roto e irrecuperable, ella me paró el carro y me dijo: 'Ojo, porque acá hay un montón de cosas en común y encontrar el amor no es fácil y si uno siente que lo encontró tiene que cuidarlo y luchar'. Ella intentaba demostrar que, pese al desencuentro, lo que sí había era un vínculo y eso parecía importante más allá de la decisión que después termináramos tomando", explica esta mujer de 35 años.

EL DOLOR DE YA NO SER

Son tiempos difíciles para mantener una pareja, quién puede dudarlo. Pero también lo son para encontrarla. Y, en términos meramente cuantitativos, tampoco son momentos como para tomar la decisión de dejar de compartir gastos, alquileres y demás desembolsos en común. Es por eso que, mientras el unitario Tratame bien es uno de los programas favoritos de la pantalla de 2009 –en lo que puede diagnosticarse como un típico síntoma de catarsis televisiva–, es cada vez más usual que las parejas decidan reservar la palabra crisis para el contexto financiero mundial y se planteen pedir un salvataje externo a los especialistas en terapias vinculares.

Pedro Horvat, médico psicoanalista, admite: "Es un esfuerzo muy importante buscar un terapeuta, porque implica haber tolerado varios dolores: el dolor de lo que nos pasa, el dolor de que no podemos con aquello que nos pasa y, por último, el dolor y la valentía de mostrarse delante de un tercero con lo más íntimo y lo más secreto. La pareja que consulta tiene una parte del camino recorrido".

Las razones para, finalmente, levantar el teléfono y pedirle ayuda a un tercero son muchas. "Cuando llegan al consultorio –dice Horvat–, las parejas suelen decir que están distanciadas, que pelean mucho, que no tienen la vida sexual de antes y sobre todo, que sienten que ya nada es igual. Es una desilusión con respecto al proyecto que tenían, algo que funcionaba y los hacía felices cambió. Todos los acuerdos conscientes o inconscientes que habían hecho cuando se casaron, sea por el paso del tiempo, el crecimiento personal de cada uno, la llegada de hijos, los duelos o las circunstancias laborales o económicas, dejan de estar vigentes y los roles que se habían distribuido también cambian. O como decía Pablo Neruda: 'Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos'".

Claudia, poeta, con cuatro hijos y 30 años de matrimonio, pinta inmejorablemente el escenario previo a recurrir a un extraño como último salvavidas posible. "Uno se sincera con amigos, hermanos y hasta con desconocidos, pero con la pareja muchas veces no te sincerás en puntos donde realmente está jugada la instancia del otro. Con tu pareja te deprimís, te enojás o te peleás y no le decís 'me tenés harta por esto y aquello', eso es muy fuerte. Es como estar viviendo con el enemigo, con la persona que más dolor te provoca. Entonces me acuerdo de que un domingo me paré en el medio del patio de mi casa y dije, 'si doy un paso, me separo', y ese día tomé la decisión de pedir un turno".

Mientras Claudia se encuentra en pleno proceso terapéutico con la esperanza de recomponer su matrimonio, Agustín Delelis, un actor de 31 años, ya lo atravesó con un resultado también posible: la separación. "Tomamos con mi novia la decisión de hacer terapia juntos posteriormente a una consulta con un sexólogo y después de varios meses de no andar bien. La decisión fue de los dos".

Fuente:
Revista C